jueves, 1 de octubre de 2009

Capítulo 8 - Saty

Regina Montalván abre los ojos.
Trata de acomodar la imagen que le devuelve el cielorraso completamente blanco. Con un leve movimiento, gira su cabeza hacia la izquierda. Las paredes azulejadas le resultan ajenas. Buscando un signo de familiaridad en algún objeto, voltea hacia el otro lado. Un biombo de tela, también blanco, limita una frontera a escasos centímetros.
El goteo constante del líquido a través del tubo y el silencio profundo, provocan en ella un sopor, únicamente quebrado por la luz intensa que parece dominar todo. Pero no quiere dormirse, necesita saber dónde se encuentra.
Intenta levantar su mano derecha, algo se lo impide. Instintivamente, su mano libre sube entre las sábanas recorriendo su cuerpo. Se demora un instante sobre su pubis, el tiempo justo para descubrir que está desnuda. Desnuda y dolorida.
Lentamente, comienza a recordar.
La pesada mano estrellándose contra su cara, una y otra vez, la búsqueda desesperada de su celular, la restos de ropa desparramados por el piso y en el medio la voz de Zulema diciéndole que no debe dejarlo entrar, mezclada con sus gritos y él vociferando, como un animal desencajado.
De golpe todo fue oscuridad. Una densa oscuridad.
Y ahora, esta luz enceguecedora recortada únicamente por la silueta de la mujer que se acerca a su lado. Regina alcanza a distinguir una sonrisa en el rostro y eso le devuelve un poco de tranquilidad.
- ¿Despertó? ¿Cómo se siente?
-Tengo sed – dice y el murmullo de su voz le suena extraño.
La enfermera acerca un cubito de hielo a la boca de Regina y la humedad calma momentáneamente su necesidad.
- ¿Dónde estoy?
- En la sala de terapia intensiva del hospital de emergencias. Hace tres días que la trajeron ¿No recuerda?
- ¿Quién me trajo?... ¿Arriedo?
- No sé su nombre… pero era su vecino.

Asesinatos, política, poder, piensa Richi, pero no lo dice.
Toda una macabra estructura preparada para desaparecerme justo cuando me estoy acercando a la verdad. Porque a eso se debe mi traslado a Piedra del Águila, qué mierda, qué voy a hacer ahora allá, después podría ser, cuando hastiado de tanta mugre ciudadana, busque la ingenuidad de un sitio como ese donde terminar mis días, pero ahora… Burgos hijo de puta… uno más del eslabón, el más despreciable, fútil, ínfimo y mediocre, pero uno más. Y agobiado como estoy, debo enfrentarme igual. Con el mismo desaliento conque me enfrenté a Anita, antes de separarme. Cada intento mío de acercarme, de complacerla, de intentar bogar hacia un punto en común, su voz gritona oponiéndome reproches, escupiéndome el fracaso en mi trabajo y su aburrimiento en el sexo, mis iniciativas fallidas de mejorar y lograr que volviera a ver en mí, al hombre del que se había enamorado. Por contraste y oposición, siempre ella como una valla, impidiéndolo todo.

Es una mañana inusualmente calurosa en Buenos Aires.
En las oficinas de la Dirección General de Delegaciones de la Policía Federal, el Comisario Mayor Ramón Herrera deja la carpeta que contiene el expediente Nº 1145600 D/ Inspector Marino Ricardo s/ solicitud traslado…sobre el escritorio y le pide a su subalterno que le alcance un café bien fuerte.
Algo en todo ese asunto de Rosario le molesta sobremanera y ante la insistencia de Maidana – hombre de extrema confianza – ha decidido mantener en suspenso el traslado del inspector y destinar al propio Maidana, en Comisión, a fin de clarificar el panorama.
No le agrada la forma en que se está llevando el caso de las mujeres asesinadas, saturado de contradicciones y puntos oscuros. Menos aún le agrada el comisario Burgos y sus conexiones políticas. Y muy a su pesar, sabe lo que significa meterse con un “peso pesado”.
Por eso, cuando el secretario entra con el café, Herrera con un gesto de desagrado, mete el expediente en el primer cajón de su escritorio, mientras piensa si su decisión no habrá sido un error que le cueste caro.

Richi sale del atestado bar, apurado por fumarse un cigarrillo. Desde que pusieron la maldita ley antitabaco, no puede permitirse el placer que le otorga la complicidad de sus pequeños vicios: café y puchos. O lo uno o lo otro – piensa – pero nunca más juntos.
Cuando abre la puerta de la oficina y se encuentra con Maidana, queda detenido por el estupor. El hombre es un antiguo compañero de trabajo y uno de los pocos amigos que Richi le ha ganado a la vida. Hace varios años que no se ven, desde que a Maidana lo ascendieron y partió a Buenos Aires. Se sorprende de encontrarlo en la Delegación, pero inmediatamente se recompone y el desconcierto da paso al entusiasmo.
- ¿Qué hacés Carlos por acá? – dice mientras se demora, tendiéndole la mano.
- Me mandaron en Comisión a Rosario. Voy a llevar junto a Burgos el caso del asesino serial – explica.
- Pero… ¿Cómo no me enteré de lo tuyo?
- Fue sorpresivo, es más, acá no saben nada, solamente le notificaron a Burgos que vendría para colaborar en el caso. En la Superintendencia tienen dudas acerca del accionar de tu jefe y calculan que no está haciendo bien las cosas… quieren limpiar un poco, en fin, vos sabés…
- Hijo de las mil putas… con razón.
- ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- Pasa, que quería rajarme el mal nacido. Nunca me soportó. Por eso buscaba sacarme del medio, exterminarme antes de… eso quiere decir que estaba acercándome cada vez más…
- Es una posibilidad… Pero no te preocupes porque, ya me hice cargo y elevé un informe pidiendo que suspendan temporalmente tu traslado… no te olvides que sos la persona que está más empapada del caso. Ahora bien… ¿Tenés idea de por qué todo es tan neblinoso?
- Algún pescado grande hay en el medio. Habían cajoneado todo y yo lo refloté, pero parece que eso molestó mucho.
- Bueno, quedáte tranquilo, porque arriba están al tanto y justamente por eso me mandaron. Te prometo que te vas a quedar acá hasta que se resuelva y desde ya, sabés que contás con todo mi apoyo.
- jajaja ¡qué palo en el culo para Burgos! La venganza es un plato que se toma frío jajaja – inmediatamente agrega - Hablando de eso… te invito esta noche a comer ¿querés?
- Dale… ¿dónde vamos?
- Por ser vos y para festejar la excelente noticia, voy a abandonar mi costumbre de las ratoneras… te espero a las nueve en el “Viejo Balcón”.
- ¡Hecho viejo!, nos vemos.

Se pensaron que se metían con un boludo, un incapaz, un carente de toda habilidad, un personaje conveniente para manipular y hacer a su antojo. De pronto, el factor sorpresa los descolocó, complicó sus planes. El boludo no era tan boludo. Y ahora, esta novedad de Maidana acá. Me siento un nuevo Richi, así como cambié mi ropa voy a mudar mi desgano.
Decide entonces, que es hora de ver cómo anda Regina.
Ansía Richi que se haya recuperado y no solo porque es un testigo importante para el caso. Desde que la vio no puede desprenderse de su cara. Hacía rato que no sentía la humedad en sus manos y ese cosquilleo estomacal, cuando veía a una mujer.
Desde la esquina de la Delegación hace señas al primer taxi que pasa. Cae en la cuenta de que más tarde tendrá que hablarle a Mangiaterra al taller, para ver qué tiene el auto. Por suerte los del auxilio habían resultado buenos tipos y no había tenido que esperar más de media hora en el parque Alem. La media hora necesaria para inferir que la muy yegua de Cecilia lo había querido usar y que estaba metida hasta los dientes en todo esto.
- Al hospital de emergencias – dice.
- ¿Necesitás ir rápido? – pregunta la voz chillona del tachero.
- No, no hay apuro.
- Lindo día ¿no? Por fin se fue el frío – agrega el hombre, al tiempo que sube el volumen de la radio.
Nada de FM ni música, un Walter Hugo exaltado comentando el último partido.
- Sí, lindo.
- Aunque hay un poco de humedad – insiste buscando conversación, mientras saca un pañuelo de papel de la guantera y se lo pasa por el rostro grasiento.
- Sí, algo.
- Los canallas están re contentos ahora que ganaron ¿vos sos centralista?
- No, pecho frío – mintió sonriendo.
- Menos mal, porque a esos infradotados no los banco. Son tan atorrantes como los colectiveros. A mí por desgracia, la virgen me proteja – y se persigna - me tocó un yerno canallón.
Pero Richi no lo oye, una nueva y extraña sensación semejante a la felicidad comienza a abrazarlo. No importa si resulta efímera o producto de su imaginación, las cosas empiezan a encaminarse en la dirección que él quiere y solamente lo inquieta, el hecho de no estar acostumbrado a sentirse de ese modo.

Al otro lado de la ciudad, en la zona norte, Arriedo aprieta la tecla del control remoto del portón automático de su casa. El auto atraviesa la grava del jardín que lo separa de la calle y se detiene en el garaje. Al oír el sonido de su celular, manotea en el bolsillo de su saco. Está tranquilo, el encuentro con Cecilia lo ha relajado.
¡Qué mina! – Piensa – ella no hace el amor, literalmente te coge. De la manera más primitiva, embistiéndote con descaro, mientras entrecierra los ojos y se ríe. Se desprende de su traje de señora y se transforma en puta, para consumirte hasta el extremo. Hay días en que pierde su mirada en la ventana o en algún objeto y sus movimientos son más lentos, una suerte de reacción en cadena. Pero el resultado es siempre el mismo. De una u otra forma, después, uno queda tirado, convertido en una suerte de desecho, viendo como ella se levanta y sin dejar de mirarte, sin hablar siquiera, sin otro ruido que el de su ropa al vestirse, te abandona.
¿Cómo logra esta mujer dejarme en este estado? piensa Arriedo, mientras abre el celular y mira la pantalla.
Lo que ve lo paraliza. “La reina despertó”.
Con una mueca de disgusto, borra el mensaje. Olvida a Cecilia por un instante.
Si la reina despertó estoy cagado. Esto no le va a gustar nada al Cavalliere. Tendremos que buscar algún perejil que cargue con el peso y se encargue de arreglarlo – se dice a sí mismo en voz alta.
Lamentablemente me equivoqué con ella. Resultó una estúpida romántica la pendeja y encima, se enamoró. Y yo que la creí turrita cuando la conocí, estoy perdiendo el radar para estas cosas. Me engañó al punto de pensar que le gustaban las fiestas como a mí. Pero no. Tierna e ingenua bajo su apariencia felina. Al revés de Ceci. La contracara. ¡La puta madre! ¡La puta que te reparió Regina!

En el chalet de Fisherton el silencio solo es interrumpido por los ladridos del perro ovejero de los García Mónaco. Cecilia sube presurosamente los dieciocho escalones que la separan de la planta alta, atraviesa el dormitorio para bajar las cortinas y prende la luz del velador. Con un inusitado temblor en sus manos abre las puertas del placard y estira su brazo hasta el estante superior, para agarrar una caja de madera que ha escondido detrás de una pila de sábanas.
Se sienta sobre la cama matrimonial y con rencor comienza a romper una a una las fotografías en pequeños pedazos. La figura de Jorge es mutilada primero por los ojos, luego por el torso, hasta terminar arrancando con furia, su zona genital. Las mujeres desnudas tampoco escapan al odio de Cecilia, si bien, antes de la mutilación se detiene unos instantes para observar cada rostro. Una risa histérica, espejo de la que la invadía después de cada rito de purificación, escapa de su boca.
Piensa en Arriedo - todavía la acompaña su perfume y el aroma de su sexo - y con desprecio, se arranca la ropa hasta quedar desnuda. Ha sido necesario y ha cumplido con sus pedidos, pero es hora de cortar con él. Piensa en Jorge, recuerda las largas noches en el palacete de calle Oroño, los cuerpos desnudos y la risa pronto se transforma en calentura. Del fondo de la misma caja, saca un Super Cong 22 x 5 y comienza a masturbarse, primero suavemente y luego con frenesí al recordar las veces que lo usó en las otras. Los rostros distorsionados por el horror se entremezclan con sus quejidos, está a punto de acabar, cuando siente la bocina del auto de sus hijos.

Nino pensó que lo mejor sería mover un poco el tablero - antes del viaje del Cavalliere - para solucionar las cosas. El imbécil de Arriedo lo había complicado todo, tan cerca de las elecciones y ahora, este clavo suelto. Quizás era momento de dejar a la reina de lado y eliminar una de las torres. Pero no haría la movida esperada, tal vez el alfil sería un punto a su favor. La jugada de apariencia intrascendente, para desestabilizar el juego.
Decidido golpea la puerta de la habitación.
- ¿Novedades Nino?
- Sí… se me ha ocurrido, quizás, la mejor manera de cerrarle la boca al inspectorcito y terminar de una vez con este lío.
- A ver… contáme.

Anita piensa que la protagonista de la película se parece un poco a ella. No físicamente, es una cuestión más de índole socio - existencial. Separada y con dos hijos adolescentes que la vuelven loca, un trabajo denigrante al que no puede renunciar y un ex que no le provoca nada.
En fin, una patética y desmoralizante realidad.
Cómo puede ser que después de tantos años a su lado, no pueda ni siquiera arrancarme algo de despecho, antipatía o tan solo lástima – se plantea – será que uno pone tanto de sí en un matrimonio, que en el ocaso, nos quedamos vacíos de sentimientos.
Cuando sale de la sala, prende el celular y ve que hay un par de llamadas de Richi. Contrariando sus deseos resuelve llamarlo, pero Richi tiene el celular apagado.
- ¿Podés creer que el boludo me llama y después no contesta?
- Seguramente está con un caso importante jajaja – dice su amiga.
- Sí, como siempre jajaja
- ¿Querés que tomemos algo?
- Me encantaría pero tengo que encontrarme con Paula en quince minutos. Tiene que probarse el vestido de 15… la primera prueba.
- ¡Uy! cierto que estás con eso de la fiesta ¡Qué rollo!
- Está tan entusiasmada… no te dás una idea. Bueno, te dejo porque si no, no llego.
- OK, te llamo.
Mientras mete el ticket en el lector, a la salida del Alto, Anita calcula que con su sueldo no alcanza a cubrir los gastos del cumpleaños. Su madre le ha prometido ayuda pero tendrá que recurrir a Richi, contrariando sus deseos.
Agarra por Brown hacia el este. El tránsito a esta hora se convierte en una pesadilla. Todos cargan con la urgencia de llegar a casa después del trabajo. Si no fuera porque se tiene que encontrar con Paula, se hubiera demorado un rato en Jimmy Wheellright a tomar un trago. Últimamente se le ha hecho casi una costumbre diaria.
El semáforo de Ovidio lagos la agarra en rojo.
Mira por la ventanilla y nota que los hombres del Focus, a la par, la miran insistentemente. “Estos buscan guerra” – piensa – “pero ahora no puedo y además estoy sola, si viniera con Silvia podría ser”.
Saca de la guantera un cd -un poco de música que la acompañe las cuadras que faltan – y lo mete en la ranura, cuando siente la violencia del golpe en el vidrio. En un gesto intuitivo, manotea su cartera pensando en un robo, pero el tironeo la toma por sorpresa. Lo último que recuerda es el ardor en sus rodillas rozando el pavimento.
Cuando el semáforo torna al verde, el Focus arranca velozmente dejando atrás al auto de Anita. Por la puerta abierta se alcanzan a ver las astillas sobre el asiento, su cartera abandonada y escapando de los parlantes la voz ronca de Calamaro: “Flaca, no me claves, tus puñales…”
Después de una hora de esperar a su madre y de los intentos vanos de hablarle y que no conteste, Paula comienza a preocuparse. Decide que no es lógico, que algo debe haber pasado. Con la angustia apoderándose de ella, marca el número de Richi.

A punto de bajarse del taxi lo distrae el sonido de su celular llamando. Es Paula.
Muy raro que me llame hoy, seguramente le hace falta plata – piensa con desazón.
Recuerda cuando sus hijos eran apenas una prolongación de él y de Anita, ingenuos y alejados de cualquier contrariedad. En ese momento, buscaban en él un refugio donde saciar su necesidad de afecto y él, anteponiendo su mísero trabajo, los condenaba a una orfandad amorosa. Y ahora, cuando hubiera dado su vida por un gesto de cariño, solo recurrían a él por plata.
Está a punto de discar el número de su hija, cuando repentinamente siente una opresión que lo ahoga, un dolor lacerante en el pecho y un sudor helado que lo invade. Varias veces lo ha sentido pero nunca le ha dado importancia. Si bien hoy es más intenso. Asustado, alarga la mano con un billete de 50 al tiempo que pregunta cuánto es. Baja con urgencia del taxi y doblado por el dolor, recorre los escasos metros que lo separan de la guardia. Atraviesa la puerta vidriada cuando comienzan a desdibujarse los límites. El médico residente apenas si tiene tiempo de agarrarlo antes de que se desvanezca.
Afuera, un crepúsculo tedioso asoma entre los edificios.

En los límites de la ciudad, los pequeños puntos de luz parecen fosforecer con mayor intensidad, iluminando el angosto e irregular pasillo y provocando reflejos fantasmagóricos en las chapas. No muy lejos, desde la circunvalación, llega el ruido de los camiones, para mezclarse con algún que otro grito perdido y la voz del locutor que sale de un televisor, anunciando las últimas noticias.
Son las diez de la noche en Rosario y cuando los hombres bajan del auto, despiertan a una decena de perros que en señal de repudio, arrancan un prolongado y polifónico ladrido. Amparados en la indiferente oscuridad, arrastran a Anita, maniatada y con los ojos vendados hacia una de las casillas. Una mujer gorda, masticando un trozo de pan, abre la precaria puerta de madera y dejándolos pasar, dirige su brazo con desgano hacia una tela colgada, que hace las veces de puerta de una pieza. Sin hablar siquiera, uno de los hombres introduce a Anita en la pieza, mientras el otro se sienta en una silla de plástico y saca del bolsillo de su campera un fajo de billetes que apoya en la mesa.
En la habitación contigua, los únicos elementos mobiliarios son un catre con un colchón mugroso y un tacho que hace las veces de mesa de noche.
Cuando el hombre saca el pañuelo de la boca de Anita, ella explota en un sollozo prolongado que se pierde en el sonido de la radio y la cumbia villera.

Recuerdo que cuando era chica, en nuestras vacaciones, mi papá nos llevaba con él a la Delegación, algunos de sus días de franco. Me costó muchos años asumir, que esas “salidas importantes” – así las llamaba- eran un intento de enmascarar su difícil y precaria situación económica, que le impedía pensar en unos días en la costa o las sierras, como hacían la mayoría de nuestros amigos. Con la promesa de que allí nos divertiríamos a lo grande, salíamos bien temprano de casa. Realmente, debo decir que cumplía con nuestras expectativas, porque tanto a mí como a mi hermano, nos encantaba perdernos entre los escritorios y las pilas de papeles. Durante horas, convertíamos nuestras diminutas humanidades, en personajes de alto rango y llevábamos a cabo tareas de espionaje, por lo que la mayoría de las veces, actuábamos encubiertos. Sebastián pasaba a ser el Comisario Inspector General y a mí –calculo que por ser menor la menor – me correspondía el cargo de Subjefe de la División Antinarcóticos. No teníamos conciencia de que actividad desarrollaba cada uno y mucho menos nos importaba, porque de ser así, yo hubiera pedido ser jefe y no subjefe, pero el cargo que mi hermano me había asignado sonaba bien y yo me sentía una heroína, cada vez que salvábamos un rehén - que no era otro que alguno de los agentes compañeros de papá - o cerrábamos un caso y capturábamos al delincuente. Hoy después de algunos años, pienso, que lo que más nos gustaba era saber que al menos durante esas escasas horas, mi padre nos pertenecía.
Paula se siente perdida.
Debería saber qué hacer en una situación así, pero el miedo la paraliza. Han pasado dos horas desde el momento en que debía encontrarse con su madre para ir a la modista a probar su vestido. Ha intentado miles de veces, pero los celulares de su padre y de su madre están apagados. Sabe que Sebastián está ensayando con su banda y no volverá hasta las diez. Silvia le ha dicho que se despidió de Anita a la salida del cine cuando iba a encontrarse con ella. Ha agotado las llamadas a todos los conocidos de su madre y ninguno sabe de su paradero.
Tal vez sea el momento de volver a la Delegación.