sábado, 7 de noviembre de 2009

Capítulo 10 ( Gaby y Saty)






Estira la mano para agarrar el control remoto del televisor. Está exhausta. El encuentro con Richi y la posterior discusión con Arriedo han filtrado sus fuerzas. Enciende el aparato pero ni bien lo hace decide apagarlo. Se levanta dispuesta a darse un baño y comienza a subir hacia su dormitorio, cuando escucha el sonido del celular. Por el timbre descuenta que es Sofía, pero no tiene ganas de escucharla. Necesita limpiarse, sacarse de encima el olor y las indagatorias de Richi antes de enfrentarse a su hija. Purificar su mente, abarrotada de imágenes, de culpas y de interrogantes. Piensa en Jorge, en lo confuso de su muerte, en que nada es lo que parece ser.
Mientras abre la canilla del hidromasaje, mira la marca en su estómago desnudo. Cualquiera que la viera pensaría en un tatuaje, pero Cecilia sabe que está allí desde su nacimiento. Nunca le ha molestado ni mucho menos, habitualmente ni recuerda que la tiene, pero desde hace un tiempo la mira con mayor frecuencia, sobre todo desde que el Cavalliere se fijó en ella. Juraría Cecilia que su relación cambió a partir de ese momento, como si esa pequeña huella, ese estigma de bordes imprecisos, hubiera moldeado su carácter, otorgándole tersura a sus ademanes cada vez que se encontraban en el palacete de calle Oroño. El agua tibia la relaja hasta casi adormecerla y por unos minutos logra olvidarse de todo.



La habitación del Due Torri cumplía las expectativas de Benito. Cinco estrellas para arriba había sido su orden y Nino no había tenido inconvenientes en respetar. La chequera del Cavalliere hacía posible cualquier lujo. De noche apareció el único inconveniente, imposible de preveer por ambos: un aire acondicionado insectizoide que, zumbando, alteró el sueño del huésped. En desvelo y malhumorado, Benito abandonó la cama, mal comienzo para el día que tenía por delante. Se afeitó con prolijidad y eligió los mismos zapatos de la noche anterior.
Había cenado solo en el restaurante del hotel, el Brunello, meditando sobre la importancia del día siguiente. “Triángulos de pasta fresca con langosta a la manteca agreste”. Lo había vomitado a mitad de la noche, y ya no pudo dormir. El aire acondicionado y el sabor langostino, sumado al tráfico entre Vicenza y Verona, eran demasiado para un Lamella Greca.
En la TV trasmitían fútbol argentino en vivo. Newell’s y Boca jugándose el campeonato. Lamentable que la ordinariez sudaca llegue a una suite cinco estrellas pensó Benito. Gente que salta y grita, suda e insulta creyendo dar aliento. Aliento a un equipo de once sujetos que están en otra cosa, no prestan atención a esa masa tercermundista. La idea de tener sentimientos comunes, el ser parte de algo más grande que sí mismo, le aborrecía. Las pasiones no son más que un aspecto curioso de un cierto tipo de primate. ¿No se dan cuenta que son una molestia para los jugadores? Comentó en voz alta mientras el árbitro omitía un claro penal desatando la furia leprosa. La cámara tomó un primer plano del palco oficial, donde directivos, managers, inversionistas y políticos exageran la puteada para quedar bien. Entre ellos está Arriedo.



Sofía introduce la llave en la cerradura, la gira dos veces y abre la puerta de su casa.
- Mamá ¿estás arriba? – grita desde el living.
- Ahora bajo… termino de cambiarme y bajo.
Al abrir el cajón de su ropa interior, Cecilia descubre su consolador envuelto en un pañuelo manchado de sangre. No recuerda haberlo dejado ahí y menos aún reconoce ese pañuelo. Comienza a temblar. Por un momento piensa que tal vez ella no recuerde todo, porque percibe cosas que no logra entender, pequeños olvidos, situaciones desconocidas, rostros inciertos. El miedo se apodera repentinamente de ella al suponer que alguien le debe estar jugando una mala pasada. Tal vez alguien que quiera vincularla con los asesinatos de esas putas, porque no eran más que eso y sin embargo no merecían morir de ese modo. Ella se las había cogido, es verdad y lo había disfrutado, había gozado viendo como se apoderaba de ellas el temor cuando las violaba con ese mismo consolador y en presencia de Jorge y de los otros, mientras el Cavalliere miraba desde un rincón. Pero no era más que un juego, uno donde las partes acordaban los códigos de antemano. Sin embargo alguien, y Cecilia se preguntaba quién, y por qué, se había apartado de las normas.
Cierra rápidamente el cajón y se viste. Decide que más tarde quemará el pañuelo en la chimenea. Cuando baja, encuentra a Sofía en la cocina preparando un licuado. Sobre la mesada, alcanza a ver Cecilia, su bolso entreabierto y la cáscara de una banana.
-Podrías ser más ordenada y tirar a la basura los restos, en lugar de dejarlos ahí – señala estirando el brazo.
- Sí, seguro, ordenada como vos… pero no tengo ganas – contesta con cierta agresividad.
- ¿Te pasa algo?
- No ¿Y a vos? – insiste para provocarla.
- Estoy cansada, hoy tuve un día fatal – dice Cecilia.
- ¡Claro! ¡Me imagino! La señora debe haber estado muy ocupada con sus amiguitos.
- ¿Qué decís? ¿De qué hablás?
- De los machos que tenés hablo… de eso. ¿Te crees que soy boluda?
- Yo no tengo machos como vos decís.
- Ah ¿No? ¿Y entonces que son ese policía de mierda y ese político con los que te encamás? ¿Asistentes de dibujo?
- ¡Basta Sofía! No me faltes el respeto.
- No… ¡basta vos mamá! Por una vez en tu vida decíme la verdad.
Cecilia no aguanta las lágrimas. Cómo explicarle a su hija que su padre sabía de su relación con Arriedo y hasta la incentivaba porque eso lo excitaba, cómo hacerle entender que entre ellos existía un acuerdo sexual, sin desvirtuar la rígida e impoluta imagen que su hija tenía de Jorge. Decide callar. Infiere que es preferible que su hija escuche lo que tiene ganas de escuchar, que su madre es una puta.
- Sentáte y hablemos – dice.
- Bueno… te escucho.



La visión de Arriedo puteando le recordó sus encuentros. La mansión de las fiestas, “restaurante del placer” según halagaban varios. Lo cierto es que Benito nunca había experimentado una fiesta ni elegido un placer particular a la carta. Se movía como ausente entre sus invitados, chequeando que todos estén cómodos, disfrutando y que nada falte. Para algunos era un director de orquesta, pero eso no tenía sentido. El director es parte de la música, la siente como ninguno de los instrumentistas, en él se expresa una belleza que Benito jamás buscó comprender. Un mozo, en realidad soy un mozo pensaba. Voy de mesa en mesa, o cama en cama, comprobando que no falte nada a la gente. Poco me importa lo que coman o gasten, lo interesante es la propina que pueda sacar de todo esto.
Arriedo puteando. En la TV por un penal, en la mansión por cualquier cosa: champagne sin frapera, habanos dominicanos o algún visitante poco amistoso. Arriedo puteando. Desencajado, como el día que García Mónaco llegó con Cecilia, y Arriedo se volvió loco por no conocerlos, y por lo peligroso que resulta meter gente nueva, y que Benito tiene que comprender que ellos son personajes públicos, y un daño a su imagen es un daño a la sociedad misma, y en momentos de crisis tenemos que cuidarnos para no estar peor de lo que ya estamos. Bronca pasajera en ese caso, porque al rato Cecilia ya lo había vuelto loco, y Arriedo quería más y sólo con ella, lo que al doctor no le gustó nada porque la regla es que vamos pasando y nos conocemos y que quedarse estancado es lo que realmente pone en peligro a todos. Arriedo puteando cuando entendió que con el doctor no se jodía y que Benito no se mete en esos partidos y que Cecilia sería una más de las tantas y no una distinta tal como él la veía. Arriedo puteando, como en la TV y para la gilada, los primates que lo ven alterado por un penal y lo votan porque Arriedo es como ellos, popular y comprometido con los muchachos, y no tiene historias para mostrarse como es, en medio de la platea y puteando.
Jorge y Cecilia habían llegado por medio de un viejo amigo del Cavalliere, de máxima confianza, requisito fundamental para participar de las fiestas. Tímidos al principio, sin saber cómo manejarse, pero decididos a entrar en el grupo. Se habían emborrachado rápidamente y Cecilia fue la primera en jugar. Lo buscó a Arriedo por confundir las miradas de incomodidad con atracción. Se fueron a un rincón del living donde Benito observaba el panorama sin interés. No fue Cecilia desnuda, ni Arriedo debajo lo que llamó su atención. Fue una pequeña marca sobre el estómago de Cecilia, 10 centímetros arriba del ombligo. Formaba una pequeña figura alargada, rectangular en el medio, una base circular y una corona al tope. Parecía una pieza de ajedrez. Una reina.



Una sabe que los padres cogen. Pero fue una sensación de muerte la que sentí la noche que decidí seguirlos.
Todo se inició, de casualidad, un día en que mi notebook había resuelto declararse en estado vegetativo y necesitaba imperiosamente terminar una monografía. Había encontrado en la computadora de ella, ciertos archivos que llamaron mi atención por cómo habían sido guardados, casi al descuido, en una carpeta que llevaba el nombre “del tercer tipo”.
En un primer momento, llevada quizás por una cuestión de ingenuidad, o por el deseo inconciente de mantener inalterable la imagen, que una se ha formado durante tantos años de alguien, pensé: “esto debe tener que ver con extraterrestres, a ella siempre le atrajo el tema de los ovnis”.
Como la intriga era muy grande, me despojé del prejuicio de que se debe ser respetuosa de la privacidad ajena y traté de abrirlos. No me costó demasiado, apenas unos minutos de probar con un par de contraseñas que se me ocurrieron factibles. Cuando iba por el cuarto intento, comenzaron a delinearse en la pantalla imágenes con un alto contenido erótico. Eran fotos de personas de ambos sexos en clara actitud sexual, a veces solas, otras entremezcladas, la mayoría grupal. Comencé a pasarlas rápidamente porque la cantidad era importante y tenía temor de que mamá llegara y viera lo que estaba haciendo. Por un momento sentí que mis latidos se detenían y daban paso a una náusea violenta que me obligó a correr al baño para vomitar. Lo que había visto me descolocó completamente. Una piensa que es madura, que la experiencia de tantas cosas vividas nos quita la capacidad de asombro y que estamos preparados para ver cualquier cosa. No fue mi caso. Como la mayoría de las personas he mirado fotos y películas porno más de una vez. Nunca provocaron en mí más que una cierta estimulación, debería decir muy tenue. Prefiero, si se quiere, una escena de erotismo, no tan explícita, para exacerbar mi libido.
Lo que veía a medida que clickeaba sobre cada imagen, no distaba mucho de lo que existe en todos lados. Pero lo repulsivo de todo esto, y creo que no exagero cuando digo repulsivo - aunque tal vez sea necesario que se haya pasado por una situación similar para poder entenderme - fue encontrarme en esas imágenes con rostros familiares.
Una sabe que los padres cogen, porque una no es mojigata, menos aún santurrona y hasta admite que eso es saludable. Aunque íntimamente, una se niega a reconocerlo, amparada en la idea estúpida e idílica de que son seres extraordinarios. Una llega a la madurez y comprende que estaba equivocada, que esos seres que una elevaba a la cualidad de supremos son tan cotidianos y universales como cualquiera. Una lo entiende y lo acepta, pero nunca está lo suficientemente preparada para ver a su madre en una foto, desnuda, con el rostro distorsionado por el placer, con su lengua lujuriosa chupando la pija inmensa de un desconocido, mientras el tipo está sentado sobre una cama en la que hay tres o cuatro personas más revolcándose, ni tampoco está preparada para ver que en esa misma instantánea su padre se está cogiendo a una rubia, con cara de virgen, mientras ella, aprieta las tetas de mamá.
Cerré los ojos en un intento de negar lo visto. Me costó trabajo abrirlos nuevamente, pero debía dejar la computadora en el mismo estado que la había encontrado. Rápidamente borré el historial y la apagué. Tenía las manos frías cuando subí a mi cuarto. No lograba asimilar la situación. Me senté en la cama, los pies colgando hacia fuera, los brazos flojos a los costados de mi cuerpo y me largué a llorar. Primero fue un llanto laxo, al igual que mis brazos, desprovisto de fuerza y luego uno espasmódico, incontrolable, hasta quedarme dormida.
Me desperté casi de noche, cuando ellos llegaron. Calculo que debieron pensar que yo no estaba en casa porque hablaban en un tono fuerte, como discutiendo. Papá insistía en que esa noche tenían una fiesta a la que no podían faltar y mamá le respondía que fuera solo, que ella no se sentía con ánimos de ir. Finalmente acordaron que irían los dos juntos, ella se tomaría un analgésico y se daría un baño de inmersión para que se le pasara el dolor de cabeza. Él le recomendó que se pusiera el vestido rojo ajustado porque era el que le gustaba a Benito. Ella accedió y dijo que estaría lista a las diez.
Me pregunté quién sería la persona que mi padre había nombrado. Esa noche decidí seguirlos.



Benito salió del hotel a Piazza Sant’Anastasia, caminó unas cuadras y cruzó el Río Adige por el Ponte Nuovo. Siguió por Via Seminario hasta llegar al lugar de la cita: Università degli Studi di Verona. Se presentó en la puerta de la facultad y esperó la llegada del Dr.
- ¿Dr. Basaglia, cómo le va? – saludó con seriedad.
- ¡Benito! Tanto tiempo… Déme un abrazo amigo, no sabe las ganas que tengo de verlo… lástima que tengamos poco tiempo.
Para Benito es un alivio ese poco tiempo, quiere irse pronto de la universidad. Del Dr. le interesa poco. Lo único que llama su atención, y que motivó el viaje a Verona es conocer cómo esta ella, y porque sigue viva todavía.



Sofía sabía que desde dónde estaba no podría descubrir nada. Tomando coraje, atravesó la pesada puerta de hierro del palacete y avanzó por el angosto pasillo lateral. Se aseguró de que nadie la hubiese visto, mirando hacia atrás. Había comenzado a llover, aunque muy despacio, cuando encontró en el fondo de la casa una puerta pequeña que parecía ser de un cuarto de servicio. Probó girando el picaporte y para su sorpresa estaba sin llave. Dudó por un momento si estaría haciendo lo correcto y anteponiendo la curiosidad a sus miedos, abrió la puerta y entró. El lugar estaba a oscuras y caminó lentamente, tanteando con las manos al frente y los costados, mientras escuchaba risas y voces no muy lejanas. Cuando se acostumbró a la oscuridad, Sofía descubrió que estaba en la cocina. Sobre una mesa cuadrada había varios platos con sándwiches y canapés, envueltos en film de polietileno y una decena de copas de cristal. Tratando de no hacer ruido atravesó la habitación y de pronto se encontró en un amplio y elegante pasillo con puertas a ambos lados. La iluminación era sutil, escapaba de una hilera de velas dispuestas en el piso, en unos fanales de mármol. La puerta de la habitación, desde donde provenían las voces, era doble, de madera oscura y estaba cerrada.
Sofía pasó de largo buscando un lugar donde poder mirar sin ser vista y decidió entrar en la habitación contigua que estaba en penumbras.
Una vez adentro notó que ambas habitaciones estaban unidas por una arcada de la que - al igual que las ventanas que daban al exterior - colgaban unas pesadas cortinas de terciopelo y que las paredes estaban revestidas por planchas de corcho, lo cual justificaba la ausencia de ruidos que había notado desde afuera.
Temblando, corrió apenas un poco una de las cortinas para poder observar. Entre un grupo de hombres y mujeres divisó a sus padres charlando animadamente. En un costado había una cama gigantesca de forma circular y en el otro extremo un sillón de respaldo alto arriba de una pequeña tarima.
Sofía se sentó en el piso, dispuesta a esperar. No habían pasado más que unos cuantos minutos cuando la puerta doble se abrió y entró un hombre alto, de escaso pelo entrecano y mirada imperturbable. Sonriendo, comenzó a saludar a cada uno. Un joven algo desaliñado que no concordaba con el resto, miraba desde la tarima. El hombre se acercó a él y pareció darle algunas indicaciones, señalando hacia la gente. El muchacho asentía con la cabeza mientras se movía colocando luces y un trípode con una cámara de fotos.
De golpe empezó a sonar una música de Vangelis que a Sofía la remontó a la vieja película “Carrozas de Fuego”, pero lo que comenzó no se parecía en nada a Abrahams y Liddell corriendo sobre la arena en busca de la gloria, era más bien una escena dantesca de “Caligula”, con golpes bajos.
Cada vez la espantaba más la idea de que sus padres se encontraran en el medio, ya no eran fotos lo que veía, hasta podía sentir cómo se le erizaba la piel con cada gesto de ellos. Pensó que era presa de una irrealidad y en cómo se reiría cuando despertara de este mal sueño, pero cuando vio que su padre desprendía los botones del vestido rojo, cuando escuchó los gemidos de Cecilia que se había tendido desnuda en la cama, cuando sintió casi en su propio cuerpo la sexualidad de ambos, se dio cuenta que sería imposible reprimir el vómito que le subía y salió corriendo.
Cuando llegó a la calle, había dejado de llover y las luces del boulevard Oroño se le ocurrieron inmensos falos luminosos.



Franco Basaglia, padre del Dr. había sido gran amigo de Alessandro Lamella Greca. Se conocieron en una Italia de posguerra, devastada y empobrecida. Franco salvó la vida de Rosa Maltino, entonces novia de Alessandro. La amistad quedó marcada a fuego y el paso del tiempo fue irrelevante para las dos familias. Benito fue la excepción.
Enojado con la vida y sus padres, el Cavalliere llegó a Rosario en los ’70 mientras viajaba por el país vendiendo joyas y oro. Conoció a Nino y decidieron dedicarse a la importación para toda la región. Benito no volvió a Italia, sino que comenzó a trabajar directamente. Los Lamella Greca se enteraron cuando vieron el nombre de su hijo en los pedidos.
Benito, le cuento de qué trata todo esto, dice el Dr. El nombre clínico es TAB, Trastorno Afectivo Bipolar, también se lo conoce como psicosis maníaco-depresiva. En esencia es un trastorno del estado de ánimo, que sufre cambios violentos e injustificados. El paciente no comprende los motivos, sino que se encuentra atrapado en una marea que le alegra y amarga la vida de a ratos. En este caso se suma un trastorno de personalidad agudo. Es decir, alegre es una persona y triste es otra. Ella ya no es nadie en particular. Es un caso complejo y no hay muchas expectativas de una evolución favorable. Lo mejor es un contexto de tranquilidad y evitar emociones fuertes. ¿La quiere ver? Le doy la dirección, puede pasar ahora mismo.
Benito guarda el papel, agradece y se despide. El Dr. ya no le sirve. Toma un taxi y le indica la dirección al chofer. La clínica está en Torri del Benaco, a orillas del Lago di Garda. El camino es largo y, por primera vez, Benito siente que algo le pasa por dentro. Tiene miedo, pero no se da cuenta.


Cecilia mira a su hija y sus gestos le resultan extraños. Algo ha cambiado en ella dando paso a una violencia irreconocible. Trata de recordar si fue luego de la muerte de Jorge que se había puesto así, pero se da cuenta que empezó a estar alterada desde un tiempo antes.
Seguramente no fuimos cuidadosos y por eso me reprocha lo de Richi y Arriedo, pero por qué culparme de la muerte de su padre, eso no lo entiendo. Ella ni imagina lo que sentí cuando me dí cuenta que su padre me engañaba, no puede saber que habíamos acordado tener sexo con extraños solo con el consentimiento del otro y que él no cumplió con lo pactado. Ella no puede saber de mi dolor al pensar en la posibilidad de perderlo. Es cierto que lo maldije, y a ellas también, pero su muerte me destruye, tal vez sea un castigo divino por la vida que llevábamos, desprejuiciada y siempre al borde, pero el hecho de drogarnos o de tener sexo abierto, era una cuestión privada y que no involucraba a nadie que no estuviese de acuerdo. ¡Pobre mi nena!, imagino lo que debe pensar al enterarse que su madre se acuesta con otros hombres, a tan poco de morir su padre. Mi querida, no puedo decirte, no lo vas a entender.
- Dale mamá… decí algo.
- Es difícil, pero el hecho de haberme acostado con otros nada tiene que ver con tu padre. Yo lo amaba Sofi… todavía lo amo. Y tu padre también me amaba. Es complejo de explicar a una hija pero… lo otro era solo sexo… nada más.
- ¿A sí?... y si estaban tan bien ¿Por qué él tenía relaciones con otras mujeres?
- ¿Qué?... ¿Por qué decís eso?
- Porque yo lo vi con mis propios ojos. Lo seguí… lo vi varias veces con otras. Lo seguí, pasé horas enteras frente a la clínica - dice y su rostro comienza a distorsionarse - las putas esas lo besaban… a mi papá… a papito… eran todas putas… unas mierdas de plástico…atorrantas.
Cecilia presiente algo, hasta la voz de Sofía parece la de otra persona.
- ¿Qué te hicimos Sofi? ¿Qué te hicimos? – dice abrazándola, mientras mira a su hija con dolor, sintiendo que está a punto de quebrarse.


Benito ingresa a una habitación húmeda y gris. La radio trae una canción de Modugno o Nilla Pizzi, el Cavalliere no logra distinguir y no le importa. Hace frío y ella está sentada en silencio frente a la ventana. La vista da al lago.
Il Cavalliere le toca un hombro suavemente, pero ella no reacciona. Que como estás y que te debía una visita son sus palabras, y sé que estoy en deuda por los años sin vernos, y que no dudo que me extrañaste, porque yo lo hice, pensando cada día en vos, en nosotros, la historia y el pasado. Que de verdad nunca fui el mismo, que conociste al que verdaderamente soy y nunca me animé a ser de nuevo. Ella sigue en silencio, con la vista fija, como mirando al lago.
Cada palabra de Benito hacía más profundo el silencio de la habitación. De lejos se distinguen los olivos y algunos campesinos trabajando. Recuerda su época de fanatismo por la natación, cuando entrenaba para ganar la Festa dell'apnea. Otra vida dice en voz alta, parece otra vida.
Benito no se resigna y pretende conversar, busca que alguien responda, que una voz de vida a ese cuerpo vacío de mujer. Las cartas que te escribí, donde te contaba lo bien que me iba en Rosario, que ya podía traerte conmigo y que me avises cuando querías viajar. Te juro, Clara, que ya era tarde cuando me enteré de nuestra hija, murmura.
Pasan las horas, el lago se apaga con el sol y no quedan campesinos a la vista. Los últimos veleros amarran y Benito sabe que le queda poco tiempo. Mañana vuelvo a Rosario, tengo asuntos importantes que atender. Quiero que sepas que la ví dice, y Clara se queja. Ella no lo sabe todavía, está metida en problemas y es culpa mía. Te dejo la única foto que tengo, es lo único que vería de ella decía la carta, y que me olvide de la familia para siempre. Benito deja la foto en la mesa y Clara vuelve a quejarse. La imagen, en tono sepia, muestra un bebé desnudo, rascando una marca de nacimiento por encima del ombligo. Se escuchan los pasos del enfermero que abre la puerta.
Es hora que se retire signore, su hermana necesita descansar.

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